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19 May, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

Movimientos sociales actuales y juegos de lenguaje

Cada palabra con sentido es una acción. El lenguaje no es simplemente una serie de sonidos articulados. Implica gestos, tonos de voz, movimientos y acciones en general. Comprendernos unos a otros no consiste únicamente en intercambiar mensajes. Redes sociales como Facebook o Twitter no sirven exclusivamente para hablar con nuestros amigos directos o gente de nuestra edad, sino para contactar con quienes hablan nuestro mismo lenguaje. Por eso, cuando una palabra como el hashtag #acampadasol se difunde con la fluidez y efectividad que lo ha hecho se debe a que, en cierto modo, ya ocupaba un lugar en el modo de actuar de las personas. En este caso, el término en cuestión ha sido aceptado con tanta rapidez porque, en cierto modo, se enlaza con algunos otros ya existentes como #eurodiputadoscaraduras, #ppsoe y, por supuestos #nolesvotes. Quienes hicieron un uso efectivo de este vocablo ya hablaban un lenguaje determinado.

Ludwig Wittgenstein denominó a estos conjuntos de términos “juegos de lenguaje”. Dichos juegos constan de las palabras que los componen y las acciones con las que están entretejidas. Una palabra sin acciones que la acompañe resulta ininteligible, pero, a su vez, estas acciones no pueden ser comprendidas si no se ubican dentro de un conjunto de prácticas que se relacionan unas con otras. Es decir, ninguno de nuestros conceptos puede ser entendido si no es puesto en relación con el conjunto de los términos que regularmente empleamos en situaciones concretas. Desde este punto de vista, resulta absurdo creer que se puede entender el concepto #nolesvotes sin hacer uso de #eurodiputadoscaraduras. Explicar el significado de uno requiere utilizar el otro, por lo que comprender el primero implica haber entendido previamente el segundo (y viceversa).

Según Wittgenstein, las comunicaciones efectivas se producen entre quienes manejan un mismo juego de lenguaje. Es decir, #notenemosmiedo, #tomalacalle o #yeswecamp no son simplemente palabras sueltas, sino que se entrelazan entre ellas y guardan una relación directa con otros muchos términos sin los cuales resultan ininteligibles. Por contra, hacer un uso correcto de cada una de ellas supone ser capaz de hacerlo respecto de las demás. Introducirlas en discursos donde se pongan en relación con otros conceptos implica cambiar su significado. O lo que es lo mismo, perder la comunicación. De este modo, el hecho de que #15m esté relacionado con #nolesvotes deslegitima ante la opinión pública cualquier uso que hagan de ellos las facciones políticas.

Por otro lado, las palabras se encadenan en proposiciones que, a su vez, se entrelazan entre sí. Es decir, en la comunicación no hay palabras sueltas ni proposiciones aisladas. Unas nos llevan a otras al igual que nuestros actos cobran sentido ante un contexto y en relación con el conjunto de nuestras acciones. Por eso, para Wittgenstein, hablar un lenguaje supone adoptar una “forma de vida”, adoptar una serie de costumbres que dan sentido a nuestras palabras. De ahí que la acampada en la Puerta del Sol no pueda ser entendida como un fenómeno espontáneo o aislado en el tiempo. Es el resultado de la progresiva aparición de un modo de hablar que, poco a poco, fue perdiendo contacto con el lenguaje de los políticos y los agentes sociales actuales. Es la manifestación pública de una forma de vida que no coincide con lo que la costra política entiende.

Un lenguaje es una forma de vida. No hay forma de vida que no implique un lenguaje. Nuestra vida es comunicación. Comunicarnos es nuestra forma de vida. Vivamos el lenguaje.

11 May, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

Política y propiedad privada

La corrupción es una actividad que parece ir ligada al ejercicio de la política. Las noticias no dejan de mostrarnos casos concretos que salpican a los dos partidos mayoritarios. Los archiconocidos trajes regalados por amigos afectuosos, los EREs irregulares que despiden personas ya jubiladas o que nunca trabajaron, etc, etc, etc. Y para ser justos, estos son los que se conocen porque dichos partidos son los que habitualmente se encuentran bajo el punto de mira.

Sin embargo, lo interesante es comprobar el clima de resignación que esto genera en nosotros. En cierto modo asumimos que cualquiera que acceda al poder político, en mayor o menor medida, será corrupto. Tardará más o menos, lo hará con mayor o menos descaro, pero tarde o temprano acabará sucumbiendo, así que da igual a quién votemos, porque esto es algo con lo que hemos de contar.

Es más, de algún modo parece que lo aceptamos como algo natural en el ser humano. El poder corrompe y quien lo ostenta comete abusos. Si se tiene un negocio propio, un terreno en un lugar determinado o un familiar con ciertas aspiraciones, se acabarán tomando decisiones que favorezcan estos intereses. Y esto siempre va a ser así porque es algo que, de hecho, se encuentra en nuestra naturaleza. Al fin y al cabo, los que gobiernan no son más que personas. Cualquiera que estuviera en su lugar lo haría.

Sin embargo, a diferencia de nosotros, Platón en su República llevó un paso más allá su preocupación por este tema y trató de darle solución. Posiblemente, el motivo por el cual los gobernantes de una ciudad podían llegar a ser corruptos fuera la existencia de intereses propios dentro de la misma ciudad que gobernaban. Si tuvieran propiedades privadas tomarían decisiones que favorecieran sus propios negocios, y si contaran con descendencia no podrían evitar optar por aquellas medidas que la favorecieran. Por tanto, la consecuencia lógica que podemos extraer de esto es que, para que sus aportaciones fueran equitativas, dichos gobernante no deberían poder tener ningún tipo de propiedad privada ni de descendencia. Carentes de intereses particulares no podrían sino gobernar por el bien público.

Quizá la propuesta platónica no sea más que una utopía y prohibir a los políticos tener descendencia suene un tanto ridículo. Pero lo cierto es que una persona que cuenta con residencia y sustento no necesita propiedades privadas sino es para su enriquecimiento personal. Y actualmente quienes gobiernan tienen estas necesidades cubiertas. Pensar en la enajenación de las propiedades de quienes se encuentren en el poder para ser otorgados a la comunidad a modo de bienes públicos no es tan descabellado. Inmuebles convertidos en museos o fincas en parques públicos. Obviamente, teniendo en cuenta la posterior pensión que acarrea haber ejercido este cargo, resulta impensable la posterior devolución de dichos bienes a su anterior propietario.

1 abril, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

Sabios y expertos

El experto es hoy en día la figura más influyente. Cuando un partido político, una empresa, o cualquier otro tipo de institución pretende dar credibilidad a sus planes de acción dentro de un área específica, asegura estar asesorado por su consejo de expertos en la materia. De este modo obtienen fiabilidad y confianza, logrando en ocasiones inversiones de capital o apoyo de personas que, en principio, no mostraban interés en este tipo de acciones. O lo que es lo mismo, en lenguaje técnico actual, consiguen engagement.

Pero ¿quiénes son estos expertos? Aquellas personas que (supuestamente) saben todo lo que hay que saber sobre un determinado tema. Por eso hemos de fiarnos de ellos. Nuestros conocimientos nunca podrán alcanzar los suyos, por lo que debemos fiarnos de lo que ellos decidan. «Externalizamos» nuestras decisiones. Sin embargo, la figura del experto no siempre ha sido la que generado esta confianza. Hubo momentos en que fue el sabio o el consejo de ellos el que decidía o sugería cuáles eran las mejores medidas ante una circunstancia o incluso qué fines eran deseables para estas acciones.

La palabra “sabio” parece remontarnos a épocas ancestrales en las que un individuo podía acumular todo el conocimiento existente porque la vida se reducía al ciclo de las estaciones del año. Sin embargo, nuestras sociedades actuales manejan una cantidad de información tal y las posibilidades de generar y renovar nuestros conocimientos son tan amplias, que la figura de esa persona omnisciente resulta imposible de imaginar. Pero lo cierto es que ésta es una opinión resultado de haber creído que el “sabio” era un “experto” en todo. Es decir, que el sabio era una persona que conocía todo lo que podía conocerse.

Los griegos no pensaron que la sabiduría fuera una cuestión teórica sino práctica (moral). Para Aristóteles el sabio era el prudente, aquél capaz de encontrar el punto medio en sus acciones. Un punto medio para el que no existía una regla general: dependía siempre de la persona y su circunstancia. Desde este punto de vista, ser sabio implica saber cuándo debemos gritar o indignarnos ante una burla a nuestra persona o, simplemente, dejarla pasar. Pero también conlleva saber cuándo corresponde aplicar a un problema la economía, la física, la filosofía, la química o la historia. Es decir, tomar conciencia de que no existe una única materia que lo explique o lo comprenda todo.

Por otro lado, durante el Renacimiento, los humanistas consideraban sabio no al que acumulaba teorías y poemas en su cabeza, sino al que llevaba una vita activa. Como aseguraba Luis Vives, el humanista era aquel que se preocupaba por trasladarse a los lugares en los que se había descubierto un nuevo manuscrito, por hablar con quienes habían realizado un descubrimiento, por aprender lenguas antiguas para traducir escritos que hacer llegar a la sociedad… y posteriormente en poner en relación todo con todo sin preocuparse de si alguna materia podía ser considerada superior a las demás. El sabio se distinguía así por sus costumbres, su preocupación por acercar la cultura a la sociedad y su actitud ética ante la vida.

Por último, no olvidemos que el Oráculo de Delfos consideró a Sócrates como el más sabio de los griegos, al único que afirmaba saber que no sabía nada. Sin embargo, consciente de su ignorancia, trataba de acercarse a quienes presumían de saberlo todo para conversar con ellos. Mediante preguntas concretas acababa llevándoles a callejones sin salida donde afloraban las contradicciones propias de los conocimientos de estos “expertos”. Obviamente, alguien dispuesto a minar la confianza de quienes presumían de saberlo todo y ejercían grandes influencias sobre el gobierno de las ciudades no podía sino ser considerado un estorbo que debía ser eliminado. Sin embargo, durante el juicio que terminó con su condena a muerte, al ser preguntado acerca de cuál debía ser la sentencia que se merecía, Sócrates, sin dudarlo, contestó que debería ser mantenido en el Pritaneo por el servicio que aportaba a la ciudad.

Si algo nos ha llevado a un callejón sin salida ¿cuál es el motivo para seguir insistiendo en ello? ¿Por qué seguimos pensando que lo que hace falta es reforzar las reglas del juego en lugar de cambiarlas?

11 marzo, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

Educación y formas de vida

http://bdevega.com/blog/Antes de nada quisiera dar las gracias Bdevega & associates por colaborar con la ilustración que encabeza esta entrada. Espero que sea la primera de muchas otras.

Sistemas educativos como el actual han perdido su eficacia. Una educación basada en el ejercicio de la memoria y su aplicación en exámenes no tiene sentido en el mundo actual. No podemos seguir pensando que el criterio correcto de aprendizaje sea el de la repetición de pautas concretas de comportamiento. Este fue un sistema generado por los intereses del modelo industrial de la división del trabajo. Se necesitaba crear grupos de personas que pudieran repetir los mismos movimientos de manera coordinada en la cadena de montaje. Recordemos Tiempos modernos de Charles Chaplin. Es cómico, pero trágico.

Una de las soluciones que ha tratado de darse a esto es la aplicación de las nuevas tecnologías a las aulas. Sin embargo, en lo que ha terminado por convertirse es en una ridícula reproducción del modelo antiguo. Usar el Power Point en una clase como si fuera una pizarra significa no haber entendido lo que implica hacer un uso real de estas tecnologías. Pero tampoco lo es dar a cada alumno un notebook para que tome apuntes ni que los exámenes se hagan a través de páginas web a las que los alumnos tienen acceso. Eso simplemente significa cambiar el modelo educativo del de la fábrica al de la oficina, pero su esquema no se diferencia en absoluto: grupos de personas haciendo una misma tarea al unísono. Ser coherente con el resto es lo que importa.

Cambiar el modelo educativo ha de suponer una auténtica transformación. Si propugnamos la aparición de las nuevas tecnologías en el aula ha de ser de manera efectiva. Hemos de comprender lo que significa el hecho de manejar redes sociales, herramientas multimedia, wikis, buscadores… Y esto supone una transformación desde la misma base del sistema. Incentivar la acción y la investigación de las personas resulta más importante que la memorización.  Es cierto que antes de buscar algo hemos de saber qué buscamos. Es decir, la teoría es importante e imprescindible, pero ésta únicamente ha de suponer un punto de partida básico, nunca la totalidad de lo que ha de aprenderse.

Las clases estarían así orientadas a la discusión de los resultados obtenidos por los propios alumnos a través de su propia investigación. Posteriormente, de este debate deberían aparecer propuestas para nuevas investigaciones.Esto supone indiscutiblemente una cambio en las reglas. El juego se convierte en participativo y los alumnos en agentes activos. Y lejos de lo que muchos opinan, esto no significa la muerte del profesor. Por el contrario, aparece como una figura clave que orienta a los alumnos y les enseña a conectar las distintas informaciones que recopilan a lo largo de todas sus indagaciones. Obviamente, el profesor ya no puede ser un contenido de teorías que se desborda en la clase. Ha de convertirse en una persona intelectualmente activa implicada en la creación de contenidos de la materia que enseña. Es decir, antes que un teórico ha de ser alguien con una forma de vida que ejerza influencia sobre sus alumnos.

11 febrero, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

¿Quién es la clase política?

En época de crisis uno se preocupa. Y también ve que los de al lado se preocupan. Pero ¿cuáles son las preocupaciones? Pues resulta que en un ranking la tercera de la preocupaciones de los españoles es la “clase política”. Es cierto, nos preocupan, se les ve tan terriblemente incapaces y con reacciones tan pueriles que nos preocupan porque son como niños que se esconden los caramelos para que nadie más se los coma.

Pero ¿qué es la “clase política”? ¿Por qué hablamos de “clase política”? ¿Es que acaso existe un estrato social que se dedica a la política por derecho? Pues parece ser que sí. Existe un conjunto de personas que se reparten la posibilidad de gobernar y ordenar los asuntos de la ciudad mientras que los demás nos limitamos a asumir lo que nos viene de arriba. Deciden los estudios que hemos de estudiar, el precio de los transportes públicos y las viviendas, el dinero que ganara con su trabajo quien lo tenga, o que todavía podemos aguantar un poco más de polución antes de tomar medidas al respecto. Se puede elegir cada cierto tiempo, pero las elecciones se restringen a ellos.

¿Esto es ser “político”? Bueno, la verdad es que en origen el adjetivo “político” hacía referencia a todo lo relativo al ciudadano y al ordenamiento de la ciudad. Asimismo, Aristóteles definía al ser humano como un animal político. Porque los seres humanos, en cuanto tales, poseían una doble naturaleza: la que les era conferida por su nacimiento y la que llegaban a adquirir a través de la educación y la práctica social. Por eso, según Aristóteles, somos animales políticos. O lo que es lo mismo, llegamos a ser lo que podemos ser a través de la práctica política.

Lo interesante es que las cualidades racionales de la persona dependen de esta posibilidad. Mediante la interactuación y la práctica social nos desarrollamos como personas y somos reconocidos por los demás como seres racionales. Por eso somos personas en la medida en que participamos de la política. En este sentido, la “clase política” son los ciudadanos al completo y lo que ocurre en la ciudad es responsabilidad de la ciudadanía.

En lugares como Egipto la población parece haber tomado conciencia de esto. Su preocupación era la clase política, pero en lugar de mirar con desconfianza a los de arriba, se han dado cuenta de que la clase política eran ellos mismos. Cansados de no obtener espacios físicos para el desarrollo de su responsabilidad, los ciudadanos se organizaron en espacios virtuales. El resultado: un nuevo modo de hacer política democrática y efectivamente participativa.

1 febrero, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

La bruja de Gretel y Hansel

Hubo unos niños perdidos en el bosque que finalmente llegaron a una casita de chocolate. Como estaban perdidos desde hacía tiempo y tenían hambre, no dudaron en tratar de comerse las paredes y las ventanas de tan apetecible construcción. De lo que no eran conscientes es de que aquella dulce tentación no era más que una trampa tendida por una pérfida bruja que les capturó al instante. La niña era obligada a hacer las tareas del hogar y trabajaba de sol a sol como una esclava. Como el niño no parecía tener ningún provecho fue encerrado y alimentado con la intención de hacerlo engordar hasta que fuera literalmente apetecible. Sin embargo, como aquella horrible bruja estaba medio ciega, el pequeño le enseñaba un hueso de pollo para que palpase y así comprobara que todavía no estaba lo suficientemente relleno. Cuando finalmente la malvada bruja decidió comerse al niño pese a su aparente falta de peso mandó a la niña a encender el horno para cocinarlo. Sin embargo, ésta consigue engañar a la pérfida mujeruca para que metiese la cabeza en horno para comprobar si funcionaba, momento que aprovechó para empujarla y asarla viva. Los niños escaparon corriendo de aquella horrible casa en la que una terrible, malformada y abominable bruja tuvo su merecido.

Como ya habréis averiguado, los niños son los hermanos Gretel y Hansel del famoso cuento de los hermanos Grimm. Niños que, como también recordareis, fueron abandonados por sus padres en el bosque porque no tenían con qué darles de comer. Y no sólo los abandonaron una vez, sino que la primera Hansel marcó con piedrecitas el camino, gracias a las cuales pudieron volver a casa. Pero en la segunda ocasión no contó con el tiempo suficiente para reunir pequeñas piedras y hubo de conformarse con miguitas de pan. Migas que se comieron los pájaros privándoles de la oportunidad de regresar a casa. Es decir, fue dura la época de Hansel y Gretel, una época de carestía en la que los padres, reflexionando acerca de lo que era mejor para sus hijos, decidieron que abandonarlos en el bosque era mejor que alimentarlos. Decisión que tomaron por dos veces consecutivas. Incluso los pájaros, ante la falta de grano y semillas de esa temporada, no dudaron en devorar las tristes migas de pan que los pequeños arrojaron por el camino.

Y el caso es que los hermanos, muertos de hambre y frío, terminaron por dar con una casa que ante su situación física de desnutrición y deshidratación, vieron como si sus ladrillos fueran inmensas tabletas de chocolate que trataron de romper. Sin embargo, de aquella cabaña terminó por salir una mujer vieja, casi inválida para las tareas del hogar debido a su creciente ceguera y con un hambre atroz, pues en los terribles tiempos que corrían ni siquiera las personas con trabajo podían alimentar a su familia. Así que enfadada por el destrozo que los niños habían hecho a su humilde hogar decidió imponerles un castigo: la niña haría las tareas del hogar que ella no podía debido a su funesto estado físico, mientras que el niño, ante los ojos de una anciana ligeramente desquiciada por la falta de alimento durante días, pudo parecer un manjar.

Fue una época difícil la de Gretel y Hansel. Una época de hambruna en la que las personas se morían de hambre. En la que los padres abandonaban a sus hijos porque preferían no verlos morir de inanición y en la que el canibalismo podría ser la última esperanza de una anciana desahuciada. Lo curioso de esta historia es que se cuente como se cuente siempre se demoniza alguno de los dos polos. O los padres fueron malos padres al abandonar a sus hijos o la anciana era una bruja devoradora de niños. Pero se cuente como se cuente esta historia nunca aparece el rey que vivía ajeno a los cuentos de sus súbditos.

21 enero, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

Lo divertido de lo colectivo

Redes sociales, grupos de investigación, juegos en línea… todos nos han venido a demostrar algo que Barrio Sésamo ya nos dijo: ¡con amigos sí! Este mensaje ha calado en muchos estudios sociológicos generando términos como el ya conocido “estar juntos”. Pero la idea de que incluso los individuos no somos sino las conexiones de una red más amplia también ha empezado a calar en el terreno científico. Sin embargo, es cierto que colaborar genera controversias y discusiones que no se producen en el trabajo en solitario. Entonces ¿por qué estar a favor del trabajo colectivo?

Porque posiblemente la finalidad de esta relación no sea la de llegar a un acuerdo definitivo, sino la de procurar que ninguno de los integrantes del grupo insista en su postura más de lo que debe. Alguien nos lleva la contraria. Esta persona hubiera hecho de otra forma lo que a nosotros nos ha costado tanto desarrollar. Nos dice que introduciría cambios aquí y allá o que no se entiende la idea que pretendíamos transmitir. ¿Deben convencernos sus argumentos?

Nuevamente, insisto, en que posiblemente la finalidad de esto no sea la de convencernos, sino la de minar lo suficiente la confianza en nuestras prácticas como para hacernos dudar de su absoluta superioridad. Podremos calificar la nueva propuesta como “otra forma de hacer las cosas” o “un nuevo punto de vista” que no está ni mejor ni peor justificado que el nuestro. Pero la sola aparición de otras posibilidades debería bastar para debilitar nuestra idea de que así deberían ser las cosas.

Porque lo divertido de la colectividad no pienso que sea el hecho de que una y otra vez seamos “convencidos” de tantas posturas que ya no sepamos a qué atenernos. Por el contrario, quizá sea la oportunidad de ser “persuadidos” continuamente de que hay más caminos que el nuestro. Desde esta perspectiva, asumir los fracasos y abandonar nuestras prácticas ante crisis insuperables no supone un agravio ni un desafío para nuestras capacidades racionales.

Copérnico estudió astronomía en la universidad de Cracovia, institución afamada por el nivel y calidad de sus estudiantes donde se estudiaba el modelo geocéntrico del Sistema Solar. Sin embargo, tras su estancia en Italia y sus contactos y conversaciones con los neoplatónicos allí asentados, comenzó a rondarle una idea por la cabeza: ¿y si pusiéramos el sol en el centro? En el De Revolutionibus Orbium Coelestium así lo afirma, pues en su introducción dice haberse sentido persuadido de esta idea incluso antes de elaborar para ella todo el sistema matemático que la fundamentaría.

14 enero, 2011 / Enrique Forniés Gancedo

¿Por qué “innovar” no es “investigar”?

En nuestras políticas existe una preocupación creciente por el campo conocido como I+D+I (Investigación, Desarrollo e Innovación). De hecho, se ha relacionado directamente con el modo de encontrar las soluciones necesarias para salir de una crisis como la actual. A mayor investigación, mayor desarrollo de nuestro conocimiento y mayor posibilidad de crear nuevas ideas que nos permitan volver a avanzar. Sin embargo, no debemos olvidar que “investigar” supone la aplicación de un método concreto sobre un campo de estudio. De este modo, se desarrollan y amplían los conocimientos acerca de un determinado tema. De ahí la necesidad de reunir grupos especializados en un área muy concreta, que trabajen con materiales y aparatos específicos: los “expertos”. Por otro lado, tanto la innovación como el desarrollo se entienden exclusivamente dentro del campo científico-técnico, pues éstas son las dos únicas materias que pueden aportar elementos útiles a la sociedad.

Al respecto propongo dos reflexiones: En multitud de ocasiones, ¿qué dicen estos “expertos” que vaya más allá del sentido común?


Por otro lado ¿qué es lo que habitualmente saben estos “expertos”? Normalmente lo que en centros formativos de prestigio se enseña actualmente, es decir lo mismo que llevan haciendo otros expertos desde hace muchos años. Y en el caso concreto de la economía, lo mismo que ha llevado a la crisis actual.

Por eso, en mi opinión, el “experto” no es el más adecuado para aportar nuevas ideas. Podrá profundizar o afianzar las que ya existen (lo cual tiene su mérito), pero no innovar, porque “innovar” no es “investigar” sino todo lo contrario. Romper alguna regla pautada o tomar de otro campo un determinado elemento es lo que habitualmente ha generado las grandes ideas que han permitido hacer avanzar a la sociedad.

Tras la Revolución Rusa, la única forma de poner en marcha el comunismo fue propiciando la posibilidad de pequeñas inversiones privadas en empresas. A Roosevelt se le acusó de intervencionista y comunista cuando afrontó medidas que sacaron de la Gran Depresión a su país. A los artistas que dieron lugar al impresionismo abandonando la línea por el color se les acusó de no saber pintar.

Todas ellas fueron acusaciones hechas por “expertos”, muy orgullosos de su status y muy preocupados por no perderlo. Pero quienes encontraron nuevas vías y fueron realmente útiles socialmente fueron personas que se manejaban en la “inespecificidad” y que no tenían problema en conversar con gente de cualquier área o en leer libros de cualquier materia porque estaban más preocupados por saber cómo se hacían las cosas en otros ámbitos que en demostrar su superioridad.

26 noviembre, 2010 / Enrique Forniés Gancedo

Lo cotidiano del juego

Ha entrado en escena un conjunto de personas que comienza a darle más importancia de la habitual al concepto de juego. Algunos de ellos fijan su atención en los videojuegos, otros en convertir las actividades cotidianas en juegos, y existen quienes atienden a la posibilidad de que el juego no sea una actividad exclusivamente humana. Sin embargo, lo que todos ellos tienen en común es que ven el juego como una herramienta para la creación de motivaciones y comportamientos cívicos.

En mi opinión, a lo que estas investigaciones apuntan es a que el juego no es una forma cualquiera de aprender comportamientos, sino que es la manera en la que los seres humanos lo hacemos. Sin embargo, nadie está lo suficientemente loco como para decirle a un niño: “ven, que te voy a explicar una actividad social regida por normas consensuadas cuyo seguimiento procura la consecución de un objetivo: el parchís”. Tampoco recibimos una explicación acerca de qué es una regla y cómo debemos seguirla. Por el contrario, a jugar se aprende jugando.

 

Pero aún hay algo más que añadir. Todas estas personas parecen hacer una distinción entre “vida cotidiana” y “juego”, de manera que el juego es aquello que te saca de la rutina y te lleva a un mundo de recompensas y estimulación neuronal. Sin embargo ¿qué podría parecerse más a las reglas de un juego que cruzar la carretera cuando la luz está en verde y no hacerlo cuando está en rojo? Por mi parte, no creo que aquélla sea la distinción adecuada, sino que más bien deberíamos hablar de viejos y nuevos juegos. Conjuntos de reglas que se han convertido tanto en rutina que conforman nuestras vidas, y conjuntos novedosos que nos ofrecen nuevas formas de afrontar nuestra cotidianeidad.

Por otro lado, la importancia del juego no es algo que se haya descubierto recientemente. Los jesuitas del colegio donde estudio Descartes ya conocían su valor, y organizaban de manera habitual juegos en los que dos grupos de alumnos se enfrentaban en la resolución de diversos enigmas. Asimismo, un humanista como Vittorino de’ Rambaldoni de Feltre, entendió que una educación completa debía estar basada en el juego (ludus), porque sólo de esta manera se fortalecia el cuerpo, el intelecto y la adquisición de valores morales en un solo ejercicio. Ellos, posiblemente, formaron parte de un grupo de personas que revolucionaron la educación de su tiempo, consiguiendo así formar individuos que posteriormente hicieron enormes aportaciones al género humano.

19 noviembre, 2010 / Enrique Forniés Gancedo

Ampliar nuestras lecturas

Peter Hacker afirmó que los seres humanos no nacen con la habilidad de hablar, pero sí nacen con la capacidad de adquirir esta habilidad. En este sentido, manejar un lenguaje es algo natural pero, al mismo tiempo, es algo social. Hoy en día no creo que nadie fuera capaz de afirmar que las personas nacen sabiendo leer, pero de lo que no parece haber duda es de que a todas las personas se las puede formar para que lean. Esto implica dos aspectos que, si bien pueden parecer obvios, se olvidan rápidamente. El primero de ellos es que enseñar a alguien a leer no es explicarle una teoría de la lectura para que posteriormente la aplique. El segundo es que la guía que enseña a leer al individuo ha de ser temporal, sólo ha de prestarle las herramientas necesarias para que en su vida posterior sea capaz de abordar lecturas cada vez más complejas.

Así expuestas, estas premisas parecen perogrulladas. Sin embargo se olvidan fácilmente cuando pasamos a analizar cuestiones como la pintura, el diseño, la fotografía o la poesía. En primer lugar lo olvidan quienes se declaran expertos y piensan que estas “manifestaciones artísticas” sólo pueden ser interpretadas por aquellas élites que pueden entenderlas. Pero también las dejan a un lado quienes minusvaloran esas creaciones y piensan que todo el mundo puede hacer arte o que lo que no se entiende a la primera no merece la pena.

Al respecto me llamó la atención un artículo publicado en Science en el cual se realiza una comparativa entre personas letradas e iletradas sobre su capacidad para reconocer rostros. Lo que me interesó fue el hecho de que en la actividad de leer y en la de reconocer rostros humanos participaran las mismas partes del cerebro, cuestión que me llevó a pensar que alguien que únicamente examinara un cerebro no podría distinguir entre la acción de leer y la de reconocer un rostro. Determinadas partes del cerebro poseen la capacidad de interpretar signos, pero qué signos son interpretados no depende del cerebro sino de la formación posterior.

Con esto pretendo plantear la hipótesis de que posiblemente no pueda distinguirse la actividad cerebral concreta que implica interpretar una obra de arte o interpretar un texto. Asimismo, quizá, tampoco exista una diferencia sustancial entre el modo en el que podamos aprender a leer o a mirar una obra de arte. Es decir, aunque todos nazcamos con la capacidad para ello eso no significa que no necesitemos ser educados al respecto.

En definitiva, posiblemente no exista una teoría que explicar antes de comprender las artes en su más amplio espectro. Sin embargo, al igual que la lectura y la escritura requieren de un aprendizaje tutelado en sus primeros momentos, no podemos esperar comprender y hacer obras de arte sin una formación previa. No todo el mundo puede hacer lo que hace el diseñador, el pintor, el escultor, el fotógrafo o el poeta, ni todo el mundo puede interpretarlo. Por eso son indispensables. A pesar de todo, tampoco son élites que posean un acceso privilegiado a la realidad.